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Cuando alguien, individual o colectivamente, quiere algo que se le niega, sólo tiene dos vías: arrancarlo por la fuerza o negociar para obtener lo posible. En el plano colectivo, lo primero nos llevaría a la idea de la guerra, que es ya en sí un medio reprobable y bárbaro entre racionales: quien la asume demuestra ser incapaz de dominar los aspectos irracionales de su ser. Pero si, además, el que guerrea o pretende guerrear es inconmensurablemente más débil que su adversario o adversarios, utilizar la fuerza es una insensatez manifiesta y un atentado a la colectividad en la que se insertan los locos de turno.
La cuestión está contemplada expresamente y en más de una ocasión por uno de los monumentos de la cultura occidental: la Biblia. Alguno dirá que eso es beatería. Sin embargo, nuestros vecinos del norte europeo y los del norte americano no se cortan un pelo a la hora de acudir a tan prestigiosa fuente. Así pues, leemos en el Evangelio que "cuando uno fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro; pero si llega uno más fuerte que él y le vence, le quita las armas en las que estaba confiado y reparte sus despojos" (Lc. 11, 21-22). Por ello, "¿qué rey, que sale a enfrentarse contra otro rey, no se sienta antes y delibera si con diez mil puede salir al paso del que viene contra él con veinte mil? Y si no, cuando está todavía lejos, envía una embajada para pedir condiciones de paz" (Lc. 14, 31-32).
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