Sin mente sutil y espíritu estremecido nunca habrá poesía. Por eso el quehacer poético, aunque tienta a muchos, es privilegio de pocos.
El poeta de ley no sólo es sutil y estremecido sino también denso. De forma bruñida o llana presenta siempre tuétanos. Alude y sugiere. Intuye y trasciende. Deprime y eleva. Acaricia y sacude.
Venero inagotable de poesía ha sido siempre lo religioso: Dios y la experiencia de Dios en uno; la fe y cuanto ella reclama y proclama; Cristo y su obra.
La poesía religiosa es porción fundamental y significativa de la expresión humana. La Iglesia ha sido perspicaz en incorporar hoy a la liturgia de las horas o rezo del Breviario, en substitución de los heráldicos himnos de la antigüedad, parte de esa riqueza literaria. ...
Es justo, sin embargo, proclamar que el himno es muy anterior al cristianismo.
Grecia componía himnos para exaltar a sus héroes y para expresar sus sentimientos religiosos. Píndaro en el siglo VI antes de Cristo se hizo famoso con su lira de bronce de cuerdas de cristal. El pueblo de Grecia oía absorto y trasportado sus Epinicios.
El pueblo hebreo, muy amante de la épica y de la lírica, creó los salmos, muchos de los cuales son entonados himnos. Por conducto del texto griego de la Biblia la palabra himno y los himnos mismos (juntamente con los salmos) pasaron a la Iglesia pero con una característica, el de emplearlos predominantemente para alabar a Dios. Esa fue la historia de la Iglesia Apostólica. Desde el primer momento, los cristianos reservaron la palabra himno para los cantos religiosos de letras tomadas de la Biblia. La música la asumieron de las melodías griegas a las cuales adaptaron los textos cristianos.
En los mismos principios del Cristianismo Pablo de Tarso, escribiendo a los cristianos de Efeso y a los de Corinto les proponía como medio de santificación entonar “salmos, himnos y cánticos espirituales”.
En el culto cristiano fueron incorporadas, desde los mismos albores, todas aquellas composiciones poéticas de la Biblia, que tenían contextura de himno. Asumieron así del Antiguo Testamento el “Benedicite omnia opera Domini” del libro de Daniel, el “Ego dixi” de Isaías, el “Exultavi cor meum in Domino” del Primer Libro de los Reyes, el “Domine, audivi” del profeta Abacud, el “Cantemus Domino” del Exodo y el “Audite coeli” del Deuteronomio. Del Nuevo Testamento, el primer himno incorporado fue el “Magnificat” entonado por María en la visita a su prima Isabel. Con él fueron incorporados también el “Benedictus” de Zacarías y el “Nunc dimittis” del anciano Simeón.
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